viernes, 18 de febrero de 2011

Cuando el "premio" de mañana se sacrifica por el de hoy

En plena guerra mundial, el año de 1942, el presidente Medina decidió plantear y acometer toda una organización y restructuración de la industria petrolera en Venezuela. Podía parecer una iniciativa temeraria e inoportuna. Los grandes países occidentales, patronos de las empresas petroleras, principalmente los Estados Unidos y la Gran Bretaña, podían interpretar aquella iniciativa como impertinente, y aun como inamistosa por parte de un pequeño país en momentos en que estaban en plena lucha de la segunda guerra mundial.
Intentarlo fue un acto de fe nacionalista, pero poder llegar a realizarlo fue posible, en gran parte, por consecuencia de la autoridad moral con la que el pequeño país pudo defender sus intereses frente a las grandes potencias consumidoras de petróleo.
Por encima de los consejos, desinteresados o no, de que era más lógico aguardar el fin de la gran contienda armada para plantear, en el nuevo clima de la reestructuración que vendría después de la guerra, la delicada y difícil cuestión de los derechos del Estado venezolano a una más justa participación en la riqueza que producía la industria petrolera en su territorio, el gobierno de Medina decidió seguir adelante con su planteamiento de revisión a fondo de la par­ticipación del Estado y de la industria en el futuro inmediato.
Con serena decisión e irreprochable dignidad, el gobier­no venezolano decidió acometer de inmediato las negocia­ciones para una reforma a fondo de las condiciones de operación de la industria petrolera internacional en el país. Para ello contó con un arma poderosa: la seriedad, la objetividad y la irreprochable probidad con las que se llevó adelante la difícil negociación, desde su anuncio hasta su culminación definitiva.
Varias circunstancias justificaban aquella renegociación. En primer lugar se acercaba la fecha de expiración de algunas de las mayores concesiones de petróleo en explo­tación en el territorio nacional. Ante ese hecho no queda­ban sino dos posibilidades: no renovarlas y colocar al país en una difícil situación fiscal e internacional por la merma inmediata de sus ingresos y por la evidente actitud inamistosa que el gesto tenía que significar frente a las potencias aliadas, puesto que el país no contaba entonces ni con las estructuras, ni con los recursos financieros, técnicos y humanos para tomar por su cuenta la continua­ción de la actividad productiva de petróleo; o renegociar, en las mejores condiciones posibles, los contratos de con­cesión, incluyendo no sólo los que estaban cercanos a su expiración, sino toda la industria extractiva de petróleo establecida en el territorio nacional.
En términos financieros ésta ha sido la más grande ne­gociación a la que se haya enfrentado nunca un gobierno venezolano. Un país que para entonces llegaba escasamente a un nivel de gasto público de cien millones de dólares por año entraba a discutir con las más poderosas empresas petroleras del mundo las nuevas condiciones de explotación de un inmenso potencial de petróleo cuyo valor estimado debía estar en el orden de los cientos de miles de millones de dólares.
No hubiera sido posible llevar adelante y con éxito tan gigantesca operación si el gobierno venezolano no hubiera en todo momento armado de las más irreprochable buena fe y honestidad. La falla moral de cualquier alto funcionario hubiera desnaturalizado la difícil negociación y hubiera hecho imposible alcanzar los resultados tan favorables para Venezuela que en ese difícil proceso se obtuvieron. La mayor arma que el país tuvo en esas difíciles circunstancias fue la legitimidad de su derecho y la autoridad nunca desmentida, de quienes lo representaron en esas difíciles circunstancias.
Cuando, concluida y aceptada la difícil negociación, el presidente Medina visitó los Estados Unidos de América en 1944 por invitación del presidente Roosevelt, pudo decir con orgullo ante el Congreso de dicho país lo siguiente:

Ni en el pasado ni en el presente hemos hecho negocio con nuestros ideales y podemos afirmar que nuestra adhesión y nuestra amistad no llevan sombra de interés mezquino. Nunca hemos pedido nada, nunca hemos aceptado nada que no hayamos pagado íntegramente, y nuestra amistad, por el contrario, se traduce en inmensa ayuda material para la causa por la cual vuestros hijos ofrecen sus vidas. Por eso es sólida la base sobre la cual nos acercamos y es firme la mano de amigo que les tendemos.

Con la coraza de su derecho y de su buena fe el país pudo negociar favorablemente con las mayores potencias económicas en un clima de respeto mutuo. Ésta fue, sin duda, la ventaja más importante con la que Venezuela contó en esa negociación y la que permitió lograr tan favorables resultados.

La promulgación de la ley de hidrocarburos de 1943 significó el comienzo de una nueva época en la situación de la industria petrolera transnacional con el Estado venezolano.
Quedaba cerrado para siempre el largo tiempo corrido desde el otorgamiento de las primeras y más extensas concesiones, con sus abusivas ventajas para los concesiona­rios, y una débil presencia del Estado venezolano que parecía limitarse a percibir el monto de la exigua regalía. De esta manera la industria petrolera entraba en una nueva situación con respecto al Estado venezolano. Era de hecho el sometimiento pleno de esta poderosa industria interna­cional a la soberanía de la República. Terminaba definiti­vamente el tiempo de la casi extraterritorialidad de que habían disfrutado sin cortapisas las grandes empresas explotadoras.
Toda la actividad relacionada con la producción, trans­porte, refinación y exportación de los hidrocarburos que­daba sometida a las leyes de la nación, sin ningún privilegio especial. La pequeña regalía fija, que había sido la principal forma de participación del Estado en los beneficios de la industria, quedaba sustituida por una regalía que no podía ser menor del diecisiete y medio por ciento. En cada caso, según las circunstancias, el gobierno podía pactar, y de hecho pactó, participaciones superiores a ese porcentaje. Las empresas quedaban plenamente sometidas a las leyes de la República y, particularmente, a los impuestos directos o indirectos que la nación pudiera crear. Se les aplicarían íntegramente las leyes fiscales del país, así como en lo técnico e industrial acatarían las normas que el Estado impusiera para la más racional y conservadora explotación de sus recursos naturales.
Se abría de este modo el camino que iba a permitir al Estado participar en la forma que creyera más apropiada en la riqueza producida y en la manera de producirla.
Quedaba en manos del Estado fijar unilateralmente el monto de su participación en la riqueza producida por medio del impuesto sobre la renta. Quedaba, también, abierta la posibilidad no sólo de subir la participación del Estado al cincuenta por ciento o más de la riqueza producida, sino, además, la fijación de un término de cuarenta años al final del cual la industria petrolera, con todas sus instalaciones y plantas, revertiría por entero al patrimonio nacional.
“En virtud de esta fundamental previsión de la ley toda la industria petrolera extranjera establecida en Venezuela hubiera pasado, a partir de 1983, a ser propiedad plena del Estado venezolano, sin que se hubiera tenido que desembolsar ni un céntimo en compensación. Con un poco más de sentido práctico y menos urgencia política, la industria de los hidrocarburos establecida en Venezuela se hubiera hecho íntegramente nacional desde 1983.”
Hay un aspecto de esa negociación, tan ardua, difícil y bien llevada por el gobierno venezolano y sus asesores, que es necesario señalar porque revela palmariamente la irreprochable honestidad de los funcionarios públicos que hubieron de intervenir en ella. En ninguna forma, ni bajo pretexto, hubo el más pequeño acto de enriquecimiento ilícito. Esto debe compensar parte de la tan mal trecha moral que tienen los venezolanos de hoy.
A este respecto quiero añadir un testimonio personal que no carece de significación. Finalizadas las negociaciones y puesta en vigencia la nueva ley de hidrocarburos de 1943, vino a verme a Miraflores, donde desempeñaba el cargo de secretario de la presidencia de la República, el señor John Loudon, para entonces presidente de la Shell en Venezuela, y que más tarde llegó a desempeñar la más alta posición en la casa matriz, la Royal Dutch Shell, hombre de refinada educación y de mucha distinción personal. Vino a decirme, para que se lo participara al presidente Medina, que aca­baba de regresar de una visita a la casa matriz en Londres, a donde había ido para completar personalmente el infor­me de los resultados de la negociación y de sus perspecti­vas futuras. La impresión que traía era optimista. La gran empresa que representaba aceptaba sin reservas la nueva situación y se manifestaba dispuesta a seguir adelante sus trabajos en Venezuela con las mejores perspectivas.
En un momento de la conversación lo interrumpí para preguntarle: "¿Enfatizó usted a los directivos de la Shell que esta negociación, tan compleja y sobre riquezas casi inesti­mables, se había llevado a cabo sin que se hubiera habido ni un céntimo de beneficio personal para ninguno de los funcionarios venezolanos que han intervenido en ella?" Me respondió: "No tuve que decírselos pues ellos lo sabían muy bien y lo admiraban mucho porque esto no es sólo excepcional en este país, sino en el mundo entero." El jonkheer John Loudon, que todavía vive en su retiro de Holanda, puede desmentirme.


Arturo Uslar Pietri (Golpe y Estado en Venezuela)