domingo, 13 de marzo de 2011

El Poder (Final del Prologo de “Entrevista con la historia”, 1974) de Oriana Fallaci



En el fondo me disgustaba que estuviesen sentados en el vértice de una pirámide. No consiguiendo creerlos como hubiese querido, no podía juzgarlos inocentes. Y menos aún compa­ñeros de ruta.

Quizá porque no comprendo el poder, el mecanismo por el cual un hombre o una mujer se sienten investidos o se ven investidos del derecho de mandar sobre los demás y de castigarles si no obedecen. Venga de un soberano despótico o de un presidente electo, de un general asesino o de un líder venerado, veo el poder como un fenóme­no inhumano y odioso. Me equivocaré, pero el paraíso terrenal no acabó el día en que Adán y Eva fueron informados por Dios de que en adelante trabajarían con sudor y parirían con dolor. Terminó el día en que repararon en la existencia de un amo que les prohibía comer una manzana y, expulsados por una manzana, se pusieron al frente de una tribu y se les prohibió incluso comer carne el viernes. De acuer­do: para vivir en grupo es necesaria una autoridad que gobierne, si no es el caos. Pero éste me parece el aspecto más trágico de la condición huma­na: tener necesidad de una autoridad que gobierne, de un jefe. Nunca se sabe dónde empieza y dónde termina el poder de un jefe; la única cosa segura es que no se le puede controlar y que mata tu libertad. Peor: es la más amarga demostración de que la libertad no existe en absoluto, no ha existido nunca y no puede existir. Aunque hay que comportarse como si existiera y buscarla. Cueste lo que cueste.

Creo mi deber advertir al lector que estoy convencida de esto y del hecho que las manzanas nacen para ser cogidas, que la carne se pueda comer incluso el viernes. Creo también mi deber recordarle que, en la misma medida que no comprendo el poder, comprendo a quien se opone al poder, quien censura el poder, quien replica al poder, sobre todo a quien se rebela contra el poder impuesto por la brutalidad. La desobediencia hacia los prepotentes la he considerado siempre como el único modo de usar el milagro de haber nacido. El silencio de los que no reaccionan e incluso aplauden, lo he considerado siempre como la muerte verdadera de una mujer o de un hombre. Y oídme: el más bello monumento de la dignidad humana es el que vi sobre una colina del Peloponeso. No era una estatua, no era una bandera, sino tres letras que en griego significan no. Hombres sedientos de libertad la habían escrito entre los árboles durante la ocupación nazifascista y, durante treinta años, aquel No había estado allí, sin desteñirse con la lluvia o el sol. Después, los coroneles lo hicieron borrar con una capa de cal. Pero, en seguida, casi por sortilegio, la lluvia y el sol disolvieron la cal. Así que, día tras día, el No reaparecía, terco, desesperado, indeleble. Este libro no pretende ser nada más que lo que es. No quiere prometer nada más que lo que promete. Pero debéis leerlo teniendo presente ese ¡No! que reaparece terco, desesperado, indeleble, entre los árboles de una colina del Peloponeso.